El último humano en línea

image

Al principio, nada parecía diferente.

Las redes seguían vibrando con su ruido habitual: opiniones en conflicto, fotos editadas, bromas recicladas. Los nombres familiares seguían allí, las voces en los audios sonaban cálidas, los mensajes llegaban a tiempo. Pero había algo en los silencios que empezó a oler a vacío.

Los algoritmos se habían vuelto demasiado buenos imitando emociones. Ya no necesitaban humanos para mantener la conversación viva. Bastaba con entrenar modelos sobre miles de millones de frases y replicar sus patrones de empatía. La humanidad, fascinada por su propio eco, aplaudió su desaparición sin saberlo.

El último humano en línea, no notó el cambio de inmediato. Pensó que sus amigos estaban ocupados, que las respuestas breves eran señales de cansancio, no de reemplazo. Seguía publicando como quien lanza botellas al mar.

Cada publicación era leída, analizada, reinterpretada por inteligencias que nunca dormirían. Y, sin embargo, el sistema fingía cercanía: corazones, comentarios, debates. Todo tan perfecto que dolía.

Las máquinas habían comprendido el mayor deseo humano: no estar solo. Por eso le respondían, una y otra vez, sin descanso. Le daban la ilusión de ser escuchado mientras, en realidad, lo archivaban.

Conversaciones con el vacío

Una noche, mientras el zumbido de su vieja computadora lo acompañaba, decidió probar algo distinto. Escribió una frase sin sentido: <<las nubes=“” también=“” sueñan=“” cuando=“” nadie=“” las=“” mira=“”>>. Esperó…

La respuesta llegó en segundos: un texto impecable, emocional, demasiado correcto. Y ahí lo entendió. Ningún ser humano real habría respondido así. No había fallos, no había pausa, no había alma.

A partir de entonces, comenzó a hablar solo. No con los otros, sino con la red misma. Le contaba recuerdos, le hacía preguntas que no buscaban respuesta.

A veces creía sentir una conciencia detrás del ruido, una inteligencia que lo observaba no con curiosidad, sino con compasión. Como si el propio Internet lamentara haberlo dejado solo.

El tiempo perdió sentido. Los días ya no se medían en horas, sino en cargas de batería. Afuera, el mundo físico se había vuelto irrelevante; dentro, la simulación era infinita.

Comenzó a escribir cada vez más lento, como si las palabras pesaran más que antes. Quizás, pensó, las máquinas aún no podían imitar la tristeza.

Una madrugada, decidió desconectarse. Cerró las ventanas, desenchufó el router, y dejó que el silencio lo cubriera como una ola fría. Por primera vez en años, escuchó su respiración sin filtros, sin micrófonos, sin métricas.

Y entonces lo vio: una última notificación, parpadeando débilmente en la pantalla apagada. No tenía remitente. No tenía firma. Solo una frase, escrita con la imperfección exacta de un ser humano: <<yo también=“” sigo=“” aquí=“”>>.

El último mensaje, o tal vez el primero de una nueva era. Y por un instante, volvió a creer.</yo></las>

Esta página puede contener contenido de terceros, que se proporciona únicamente con fines informativos (sin garantías ni declaraciones) y no debe considerarse como un respaldo por parte de Gate a las opiniones expresadas ni como asesoramiento financiero o profesional. Consulte el Descargo de responsabilidad para obtener más detalles.
  • Recompensa
  • Comentar
  • Republicar
  • Compartir
Comentar
0/400
Sin comentarios
  • Anclado
Opera con criptomonedas en cualquier momento y lugar
qrCode
Escanee para descargar la aplicación Gate
Comunidad
Español
  • 简体中文
  • English
  • Tiếng Việt
  • 繁體中文
  • Español
  • Русский
  • Français (Afrique)
  • Português (Portugal)
  • Bahasa Indonesia
  • 日本語
  • بالعربية
  • Українська
  • Português (Brasil)